Zepelín de Alumnas Socialmente Cabreadas y Asqueadas



miércoles, 28 de septiembre de 2011

TROPEZAR Y CAER

Cualquier persona que me conozca sabe que considero al ser humano una creación extraordinariamente compleja y que quedo admirada cuando considero las infinitas posibilidades del cerebro del homo sapiens sapiens.

Asimismo, cualquier persona que me conozca o, simplemente, cualquier persona que comparta mi admiración por las maravillosas complejidades del órgano pensante, sabrá que no hay nada que pueda molestar más a un fan cerebral que el comportamiento humano ante las interacciones sociales con otros especímenes, cuando éste supone un gasto innecesario de energía y un desperdicio absoluto de la capacidad de la mente humana. Y más cuando uno mismo se ve inevitablemente arrastrado a tal situación, siendo partícipe de este derroche de recursos cerebrales, impotente ante la inmerecida
fuerza de lo inútil.

Y antes de que empecéis a arrojarme piedras con la palabra "insensible" tallada, me defiendo: Me importan los sentimientos, los considero muy necesarios, y no pretendo quedar libre de ellos en ningún caso. Tan sólo lamento que esa extraordinaria capacidad de la que hemos sido divina u ontológicamente dotados sea desperdiciada en las más absurdas ocupaciones, voluntaria o involuntariamente.

Una de esas actividades derrochadoras de potencial y de tiempo es, sin duda la negación a la resignación y la creación de realidades paralelas en las cuales no se ha cometido cierto error, no se ha dicho cierta frase, no se ha perdido cierta oportunidad, no existen ciertas circunstancias, no se ha conocido cierta persona, o no existe cierta otra.

Muy ilustrativo es el dicho popular de “El hombre es el único ser que tropieza dos veces con la misma piedra”. Yo voy a ir un
paso más allá. El hombre, el ser humano, es el único ser que no sólo tropieza dos (y hasta mil) veces con la misma piedra, sino que, lejos de resignarse, tratar de aprender de ello y seguir adelan
te, se lamenta de su suerte y trata de volver atrás en el tiempo, inconsciente de su impotencia. Y cuando descubre la imposibilidad de volver sobre sus pasos, tercamente sigue aún invirtiendo su precioso tiempo en inventar mil hipotéticas versiones de la historia, en las cuales nunca tropieza.

Y así continúa, caminando en círculos alrededor de la misma eterna piedra, absorto en inútiles divagaciones, sumergido en una
muy falsa realidad alternativa y cegado por el recuerdo de ilusiones pasadas, volviendo a tropezar y a caer.



(Os mando saludos. Soy ese puntito que veis en caída libre desde el Olimpo, al que se le ha atascado la anilla del paracaídas.)

martes, 20 de septiembre de 2011

Paris

Paris. Una ciudad donde todos los mendigos tienen perro. No para que les hagan compañía ni porque les gusten los animales. Se debe a una realidad pasmosa, pasmosamente tácita: que a la gente de esta ciudad le inspiran mucha más lástima los perros que las personas.

Aquí, no hay límites. La oferta de cosas para hacer, sean cuales sean tus gustos, es casi infinita. Pero la copa más barata vale 12€, y un café en el bar más cochambroso, 4€.

Paris. La gente se arregla para salir comprar el pan, para ir a clase, o para sacar dinero del cajero. Tanto hombres como mujeres van perfectamente conjuntados, y por todas partes se ven tacones, vestidos y trajes de chaqueta.

Y sobre todo... parejas. Parejas everywhere. Tantas, que el hecho de estar sola me dan ganas de ponerme a berrear en la calle, ver porno, darme a la bebida, o entrar con una motosierra en una sesión de Les misérables. Parejas heterosexuales, parejas homosexuales. Parejas en el cine, parejas en la universidad. Pero parece que se fijen más en la ropa y el pelo que en la cara: se encuentran innumerables feos con guapas, y guapos con feas. Es un misterio para mí.

Comparo Paris con un macarron: precioso en la superficie, pero cuando te das cuenta de lo que cuesta, te limitas a mirarlo con cara de pena, a sacarle una foto ("yo estuve aquí") y a comprar un sandwich en el supermercado.

Paris. Tiene la calle más cara del mundo. Y unos barrios periféricos donde la policía no se atreve a entrar de noche.

Ayer envié una postal a mi familia (sí, a mi familia. Así de bajo he caído. Así de puta es la soledad). Se ve que no escribí el remitente lo suficientemente pequeño. Hoy estaba en mi buzón. Toujours seule.
Merde.

martes, 13 de septiembre de 2011

Un lugar...

Amanece y se abren las contraventanas de las casas bajas, de paredes de pintura desconchada, de portones con viejas bicicletas oxidadas apoyadas. Entra el aire húmedo y bochornoso, salado por el mar cercano.

La calle es un rumor, una peligrosa carrera de obstáculos entre peatones despistados y ciclistas temerarios. De las casas y bares, de los patios y de los restaurantes, manan los olores de la más pura tierra mediterránea, se escuchan las risas y cantos de la lengua de la cultura, de la lengua de los grandes del arte europeo, de la lengua heredada de un Imperio desaparecido.

Las especias rebosan de los estantes del mercado. No caben más sabores, no es posible clasificarlos...sencillamente, no pueden existir tantos. Escaparates de joyerías, de tiendas de ropa, de perfumerías, de peluquerías, reflejan la vanidad de un pueblo que no se conforma con segundas categorías mas que, eventualmente, en los asientos del tren.

Un lugar que atrapa.
Un país que absorbe.
Una cultura desquiciante por lo maravillosa, por lo caótica, por lo alegre, por lo espontánea, por lo familiar y por lo desconocida a la vez, por lo abierta y tradicional, por lo contradictoria, porque es imposible entender cómo es posible que aún siga en pie.

Ave fénix que renace una y otra vez sobre las ruinas de su propio pasado, escalando un nivel sobre el suelo cada vez.

Cae la noche lentamente. El sol dora la cúpula de la basílica. Pronto cerraré yo también mis contraventanas.



Cómo no amarte, cómo no quererte con un alma como la tuya, tan compleja, tan sentida.

Tierra de vida.



Italia...quién te comprendiera.