Zepelín de Alumnas Socialmente Cabreadas y Asqueadas



martes, 25 de enero de 2011

Matrimonio: "esperar a que el otro se muera"


Matrimonio según la RAE: 1. Unión de un hombre y una mujer concertada mediante determinados ritos legales. 2. Plato que se hace de arroz blanco y habichuelas guisadas.

De entre ambas acepciones, me quedo con la segunda. ¿Quién no elegiría un suculento plato que te llena el estómago durante 8 horas, antes que un contrato (cuyo origen es "no vivir en pecado") que lleva a la destrucción recíproca y permanente de dos personas? De todas formas, los matrimonios no suelen ser de 2 personas: 3 o 4 es lo más habitual (más ya sería pasarse).

La mejor forma de convertir a alguien en un desequilibrado y un inseguro para toda su vida, es que sus padres se divorcien y le hagan creer que fue por su culpa. Éste es un recurso más utilizado que el "trabajamos por vuestro bienestar" de los políticos. Dos personas se enamoran (o eso creen), se prometen un montón de cosas (como los "bajaremos los impuestos", "aumentaremos las prestaciones",...), y se dicen un montón de frasecitas bonitas tales como "siempre estaremos juntos" o "quiero pasar contigo el resto de mi vida", pensando que ELLOS sí que lo cumplirán, no como el resto de la gente.

Pero lo que tardan en convocarse otras elecciones generales, estás del partido, la partida, el pariente y la pariente, hasta los mismísimos cojones. Sus graciosos dedos torcidos te parecen la mayor aberración que ha cometido la naturaleza (que no es poco), cuando oyes sus desternillantes chistes por enésima vez, comprendes todos los recientes asesinatos "de género" (que no son pocos), y en la cama te lo pasas mejor con tu libro de sudokus (más variado y más entusiasta). Todas esas noticias son meras tapaderas: esas parejas mayores (y no tan mayores) no mueren envenenados por el gas de la cocina; mueren envenenados por la rutina de sus vidas (es lo más tóxico que hay).

Dijo Basil Hallward a Dorian Grey: "Algunas cosas son más valiosas porque no duran". Dorian no le hizo ni puto caso. Y así terminó. "¡Lo mío durará!" Los seres humanos somos expertos en creernos los primeros de la historia en hacer algo, y en que a nosotros sí nos saldrá bien, porque somos muy listos y muy guapos, y aprendemos de la experiencia ajena. Si fuera así, desde que la mujer pudo sobrevivir de forma autónoma (los 50-60), no habría habido ni un matrimonio más.

"Si estabas enamorado, ¿por qué te casaste con ella?" dijo Wilde (ni siquiera él supo aprender de sus propias palabras). Si queremos a alguien, queremos poseerlo, asegurarnos de que no nos va a abandonar, atarle a nosotros. Tenemos miedo a perderlo, a que cambie de opinión (¿Y si engordo? ¿Y si me despiden? ¿Y si se cansa de mí?) Somos demasiado inseguros para darnos libertad.

Little Britain USA lo expresa con toda la crudeza y realismo posibles: "El matrimonio es perfecto no sólo para arruinar tu vida, sino para arruinar la de otra persona". "Mira a esos 2 monos ahí. No pueden estar más lejos el uno del otro. Antes estaban enamorados. Ahora sólo les queda esperar a que el otro se muera". Hasta que la muerte nos separe...

Mi humilde consejo (que no cumpliré; yo no voy a ser la excepción): aprovecha el afecto (sin forzarlo), disfrútalo. Porque NADA dura para siempre (y por eso el matrimonio no tiene sentido). Las personas cambian (menos mal), y somos mortales (salvo los vampiros). Es mejor decir: estaremos juntos hasta que la vida nos separe.

sábado, 15 de enero de 2011

Gallina




De mi cosecha, sólo para reflexionar un poco sobre el tema...
Saludos, hoy desde más allá del Olimpo

Rodillas peladas


No sé quiénes son estos tíos ni a qué se dedican. Primero pensé que iban a hacer una parrillada de negros, luego se me ocurrió que estaban en una fiesta disfrazados de magos a los que se les había olvidado el ala del sombrero, después creí que serían algún tipo de alienígenas que se habían pasado con la lejía, y finalmente pensé que estarían haciendo una manifestación fálica anónima.
Aún insatisfecha, continué con mis pesquisas hasta alguien me reveló algo que os dejará patidifusos, sobrecogidos, pasmados, espantados, y con una tiritona como si hubiérais chupado un palo de helado: estos supuestos humanoides ataviados con sombreritos polliformes y capas pseudo-gandálficas, son en realidad sujetos conocidos como "nazarenos", comunmente definidos como "penitentes en las procesiones de Semana Santa que simbolizan el arrepentimiento y el sacrificio que Cristo realizó por los hombres".
Lo primero y más trascendental que debo hacer notar, es que estaba en lo cierto respecto a la etimología de PENI-tente: tanto los sombreritos como los cirios son pura y llanamente, falos (la cabra, religiosa o no, tira al monte). Nota aclaratoria: los cirios religiosamente no significan ni "lux mundi" ni hostias (hostias tampoco); sólo sirven para alumbrar el camino nocturno y que los susodichos nazarenos no se den de hostias (no se vayan a atragantar como Adán).
Segundo punto: si se enmascaran es porque están avergonzados de algo. ¿Es por el pecado y por haber crucificado a su Señor? ¿O es para que sus colegas no les saquen en tuenti, teniendo el cucurucho como sucedáneo de la famosa (y subestimada) bolsa de papel con dos agujeros? Será parte de los misterios dogmáticos: es mejor no preguntar.
Y por último: emulan el recorrido que Cristo hizo previo a ser crucificado, conocido como viacrucis. ¿Estos sujetos hacen algún tipo de sacrificio? (y no me refiero a sacrificar a la abuela). ¿Sufren? ¿Entregan sus vidas para salvar a alguien? Porque si no, nada tiene que ver con Cristo. A mí a los 10 años me obligaban en el colegio ultracatólico (sí, hasta en el Parnaso los hay) a rezar el viacrucis con sus 12 estaciones, de rodillas sobre el asfalto (con uniforme y calcetines), y creedme: jode, y mucho. Efectivamente, te acuerdas de todo el mundo y de todo Dios. Lo curioso, es que eso tampoco emula a Cristo, ya que se trata de ofrecer un sacrificio voluntario.
Y aquí entra mi anécdota de hoy. Estaba tranquilamente escuchando a mi madre ultracatólica (sí, hasta en el Parnaso las hay) mientras comía, cuando ésta ha soltado, escandalizada, que había leído la siguiente noticia en La Razón: "Una mujer descubre que está en la cama con un borracho y no con su marido" (verídico: publicado el 13 de Enero). Acto seguido, tras expresar su incredulidad, ha dicho, y cito textualmente: "Estas cosas en mi época no pasaban. En los años 60 las mujeres tenían las rodillas peladas". Supongo que se referiría a rezar. En fin, a mí todo este asunto me la pela.

viernes, 14 de enero de 2011

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Resulta curioso cuando menos hacer examen acerca de las bases que sustentan las principales religiones monoteístas de nuestro mundo y darse cuenta de que factor común a todas ellas es la absoluta necesidad de conseguir un sentimiento de culpabilidad constante, profundo y convencido en el creyente.
La base de nuestra religión es la culpa. Debemos orar para pedir perdón desde que nacemos, ya imbuidos por pecado original. Deberemos orar el resto de nuestras vidas para pedir perdón por los pecados que cometamos. Aunque seamos castos y puros durante la vida entera, habremos de pedir perdón al Señor casi incluso por existir, millones de molestas hormigas correteando bajo sus pies y elevando plegarias con peticiones a cuál más ridícula. No nos extrañemos de que haya optado por dejar de hacernos caso.
Frente al mea culpa que hoy día solo siguen entonando minorías, la sociedad liberada actual ha trastocado de arriba abajo todo el sistema de valores que hasta ahora había organizado de forma “casta y pura” la realidad de las familias de nuestras generaciones precedentes. Hemos desterrado a Dios a los dominios de sus alturas, le hemos mandado al Olimpo a convencer a Dionisos de que cambie el vino por las cañas del 100 Montaditos, y de vuelta le hemos cerrado la puerta de casa dejándole sin llaves.
Perder a Dios ha sido esencial en el cambio de nuestra sociedad. En muchos ámbitos ha resultado en un progreso de la mentalidad colectiva que bien le hacía falta a nuestra cultura. En el sentimiento de la culpa, sin embargo, la discusión puede llevarse un poco más lejos. Perder a Dios ha significado perder una escala de valores estricta, a veces ilógica, absurda, severa, arrolladora y discriminadora. Pero también ha significado perder una escala de valores que resaltaba virtudes como el sentido del respeto, de la mínima decencia, de la prudencia, de la solidaridad, de la abnegación, de la esperanza, del creer que los seres humanos no somos malos, sino que sencillamente estamos equivocados.
La escala de valores se establece hoy en día de forma absolutamente personal, con todo lo bueno y lo malo que acarrea. Hay que construirla paso a paso, a base de errores, de aciertos, de meteduras de pata y de grandes éxitos, de escuchar a los demás de verdad o dejar sus palabras pasar como quien oye llover. Nunca nos vamos a poner de acuerdo. Por eso no nos rompamos la cabeza, seguramente antes nuestros abuelos y bisabuelos tampoco lo estaban, pero debían al menos fingirlo. Sin embargo, hay un pequeño tesoro que sí nos daba la religión perdida. Es la culpa y el perdón.
El sentimiento de culpa es útil para Dios. Las religiones lo utilizan para mantener la jerarquía y el poder del Señor sobre el orante, al que se le hace creer que su vida significa poco más que la de una piedra (de hecho, polvo eres y en polvo te convertirás). Que nos hayamos liberado de esta culpa que nos subordina a Dios ha sido un avance para nosotros, pero la otra culpa, esa que nos reconoce como pecadores ante nuestros iguales, los hombres, también se va diluyendo en el tiempo junto con el resto de la escala de valores religiosa. Y entonces todo vale. Pero hay que ser intolerante con algunas cosas. Tolerancia no es siempre sinónimo de algo bueno (¿tolerarías la violencia?), pero eso es otro cantar.
El sentimiento de culpa también es útil para el hombre. Y lo es porque le hace sentir que no puede dañar impunemente a sus iguales. Recibe un castigo, o bien de los afectados, o bien de su conciencia, o bien de parte de ambos. Se acaba pagando un precio por los agravios causados. Solo no lo pagan aquellos que han perdido toda ética, aquellos que dejarían llorar, agonizar, morir, sufrir a una persona delante suyo sin inmutarse lo más mínimo ni arrepentirse de la omisión de socorro. Habría preguntarse si acaso podríamos catalogarlos como personas. Lamentablemente, existen.
La culpa en el otro nos mueve al perdón cuando el agraviado somos nosotros. Se auto castiga, nos evita la molestia de ser nosotros quienes le demos los latigazos. Si su conciencia es insistente, se castigará durante meses, igual años, a la hora de comer, de dormir, de estudiar, de trabajar; de vivir, en definitiva.
Jesús predicó la palabra del hijo pródigo, que vivió su vida desenfrenadamente, fue perdonado y volvió al redil con más mérito que su hermano, que nunca transgredió las reglas de su padre. Él nunca se equivocó; es lo que tiene el obedecer ciegamente. Sin embargo, por este mismo motivo seguramente tampoco entendió -como lo hizo su hermano- por qué los valores que aprendió en casa eran los correctos frente a los del mundo exterior.
A donde quiero llegar es a la necesidad de vivir en libertad, creando valores, pero sin olvidar que también existen elementos de nuestra religión, de nuestra cultura, que son positivos para facilitar nuestra convivencia con los demás y que no por ser tradicionales han de ser automáticamente rechazados. La culpa nos enseña que no somos infalibles, que nos portamos como cabrones y que muchas veces merecemos lo que nos toca, aunque asumir la culpa sea una de las cosas más difíciles que pueda rondar la cabeza de una persona.
No hemos tampoco de ser catastrofistas y pensar que la humanidad ha perdido el rumbo, que mejor aceptemos que somos malos por naturaleza y dejemos de pensar en ello, que no vamos a cambiar. Para el cambio hace falta trabajo, humildad, reflexión, voluntad y silencio. Hablar menos, actuar más. He ahí la clave. Querer es poder, aunque suene a tópico. Y hemos de guardar la esperanza en el buen hacer de los demás. ¿Qué nos queda, si no?

miércoles, 12 de enero de 2011

Culto a lo imposible


Desde hace un tiempo vengo observando muy de cerca un curioso fenómeno del cual ya tenia constancia. No es que fuera algo ajeno a mí , pero precisamente cuando más atada a la realidad debe permanecer una persona, más tiende su cerebro a la introversión y la fantasía, y su concentración hace mutis por el foro.

Lo imposible

Quizá es ese pequeño romántico decimonónico que tenemos en nuestro interior el que nos empuja irremediablemente a querer conseguir lo que no podemos (o no debemos) alcanzar.
Un geniecillo aventurero y bastante tocapelotas que levanta el inconformismo de nuestro espíritu y nos hace anhelar aquello que en circunstancias lógicas rechazaríamos por comportarnos de manera racional y por puro instinto de supervivencia.
Rechazamos lo que nos lleva a desengaños y desilusiones, lo que está condenado al fracaso desde el comienzo.
Pero este fenómeno del culto a lo imposible hace que como rebelión a la racionalidad (consciente o inconsciente) renunciemos a nuestra propia salud para completar nuestro espíritu aventurero. Y es precisamente este inconformismo la sal de la vida, lo que nos hace soñar sin pensar en el batacazo final.


Saludos desde el Infierno (el Olimpo queda hoy muy lejos)



> imagen del genial Bansky, "There is always hope"