Zepelín de Alumnas Socialmente Cabreadas y Asqueadas



viernes, 14 de enero de 2011

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Resulta curioso cuando menos hacer examen acerca de las bases que sustentan las principales religiones monoteístas de nuestro mundo y darse cuenta de que factor común a todas ellas es la absoluta necesidad de conseguir un sentimiento de culpabilidad constante, profundo y convencido en el creyente.
La base de nuestra religión es la culpa. Debemos orar para pedir perdón desde que nacemos, ya imbuidos por pecado original. Deberemos orar el resto de nuestras vidas para pedir perdón por los pecados que cometamos. Aunque seamos castos y puros durante la vida entera, habremos de pedir perdón al Señor casi incluso por existir, millones de molestas hormigas correteando bajo sus pies y elevando plegarias con peticiones a cuál más ridícula. No nos extrañemos de que haya optado por dejar de hacernos caso.
Frente al mea culpa que hoy día solo siguen entonando minorías, la sociedad liberada actual ha trastocado de arriba abajo todo el sistema de valores que hasta ahora había organizado de forma “casta y pura” la realidad de las familias de nuestras generaciones precedentes. Hemos desterrado a Dios a los dominios de sus alturas, le hemos mandado al Olimpo a convencer a Dionisos de que cambie el vino por las cañas del 100 Montaditos, y de vuelta le hemos cerrado la puerta de casa dejándole sin llaves.
Perder a Dios ha sido esencial en el cambio de nuestra sociedad. En muchos ámbitos ha resultado en un progreso de la mentalidad colectiva que bien le hacía falta a nuestra cultura. En el sentimiento de la culpa, sin embargo, la discusión puede llevarse un poco más lejos. Perder a Dios ha significado perder una escala de valores estricta, a veces ilógica, absurda, severa, arrolladora y discriminadora. Pero también ha significado perder una escala de valores que resaltaba virtudes como el sentido del respeto, de la mínima decencia, de la prudencia, de la solidaridad, de la abnegación, de la esperanza, del creer que los seres humanos no somos malos, sino que sencillamente estamos equivocados.
La escala de valores se establece hoy en día de forma absolutamente personal, con todo lo bueno y lo malo que acarrea. Hay que construirla paso a paso, a base de errores, de aciertos, de meteduras de pata y de grandes éxitos, de escuchar a los demás de verdad o dejar sus palabras pasar como quien oye llover. Nunca nos vamos a poner de acuerdo. Por eso no nos rompamos la cabeza, seguramente antes nuestros abuelos y bisabuelos tampoco lo estaban, pero debían al menos fingirlo. Sin embargo, hay un pequeño tesoro que sí nos daba la religión perdida. Es la culpa y el perdón.
El sentimiento de culpa es útil para Dios. Las religiones lo utilizan para mantener la jerarquía y el poder del Señor sobre el orante, al que se le hace creer que su vida significa poco más que la de una piedra (de hecho, polvo eres y en polvo te convertirás). Que nos hayamos liberado de esta culpa que nos subordina a Dios ha sido un avance para nosotros, pero la otra culpa, esa que nos reconoce como pecadores ante nuestros iguales, los hombres, también se va diluyendo en el tiempo junto con el resto de la escala de valores religiosa. Y entonces todo vale. Pero hay que ser intolerante con algunas cosas. Tolerancia no es siempre sinónimo de algo bueno (¿tolerarías la violencia?), pero eso es otro cantar.
El sentimiento de culpa también es útil para el hombre. Y lo es porque le hace sentir que no puede dañar impunemente a sus iguales. Recibe un castigo, o bien de los afectados, o bien de su conciencia, o bien de parte de ambos. Se acaba pagando un precio por los agravios causados. Solo no lo pagan aquellos que han perdido toda ética, aquellos que dejarían llorar, agonizar, morir, sufrir a una persona delante suyo sin inmutarse lo más mínimo ni arrepentirse de la omisión de socorro. Habría preguntarse si acaso podríamos catalogarlos como personas. Lamentablemente, existen.
La culpa en el otro nos mueve al perdón cuando el agraviado somos nosotros. Se auto castiga, nos evita la molestia de ser nosotros quienes le demos los latigazos. Si su conciencia es insistente, se castigará durante meses, igual años, a la hora de comer, de dormir, de estudiar, de trabajar; de vivir, en definitiva.
Jesús predicó la palabra del hijo pródigo, que vivió su vida desenfrenadamente, fue perdonado y volvió al redil con más mérito que su hermano, que nunca transgredió las reglas de su padre. Él nunca se equivocó; es lo que tiene el obedecer ciegamente. Sin embargo, por este mismo motivo seguramente tampoco entendió -como lo hizo su hermano- por qué los valores que aprendió en casa eran los correctos frente a los del mundo exterior.
A donde quiero llegar es a la necesidad de vivir en libertad, creando valores, pero sin olvidar que también existen elementos de nuestra religión, de nuestra cultura, que son positivos para facilitar nuestra convivencia con los demás y que no por ser tradicionales han de ser automáticamente rechazados. La culpa nos enseña que no somos infalibles, que nos portamos como cabrones y que muchas veces merecemos lo que nos toca, aunque asumir la culpa sea una de las cosas más difíciles que pueda rondar la cabeza de una persona.
No hemos tampoco de ser catastrofistas y pensar que la humanidad ha perdido el rumbo, que mejor aceptemos que somos malos por naturaleza y dejemos de pensar en ello, que no vamos a cambiar. Para el cambio hace falta trabajo, humildad, reflexión, voluntad y silencio. Hablar menos, actuar más. He ahí la clave. Querer es poder, aunque suene a tópico. Y hemos de guardar la esperanza en el buen hacer de los demás. ¿Qué nos queda, si no?

2 comentarios:

  1. Si el ser humano ha sido un "niño malo" siendo dominado por la religión, ¿cómo habría sido de no existir ésta?

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  2. Por cierto... debieras haber firmado "así habló Eir"!!

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